jueves, 13 de mayo de 2010

El muerto que vestía pijamas.

Este es un viejo escrito de Paulo Coelho. Lo encontré mientras hacía limpieza de uno de mis buzones. Y, al igual que esa primera vez, el releerlo me hizo subir un escalofrío por el espinazo.
Algunas personas me han dicho (o me han insinuado) que suelo darle demasiada importancia a mis amistades. Pues bien, confieso que para mí no hay mejor frase para escuchar o leer que aquella que me indica que alguien se interesa por mi. Que me extraña, y mi ausencia le pesa en el corazón. Y, para entender esta manera de ser tan peculiar de mi persona, les invito a leer el escrito. Y así me explicaré mejor...


El muerto que vestía pijamas
Paulo Coelho

Leo en un portal de noticias de internet: el día 10 de junio de 2004, fue hallado en la ciudad de Tokio un muerto en pijama.
Hasta aquí, todo bien; creo que la mayoría de la gente que muere con el pijama puesto, o bien
A) muere durmiendo, lo cual es una bendición;
o bien
B) estaba junto a sus familiares, o en una cama de hospital; la muerte no les llegó de repente, y todos tuvieron tiempo de acostumbrarse a la “indeseada de las gentes”, como la llamaba el poeta brasileño Manuel Bandeira.
Continúa la noticia: cuando falleció, se encontraba en su habitación. Descartada, por tanto, la hipótesis del hospital, nos queda sólo la posibilidad de que muriera mientras dormía, sin sufrir, sin tan siquiera darse cuenta de que no vería la luz del día siguiente.
Pero queda aún otra posibilidad: asalto seguido de muerte.
Quien conozca Tokio, sabe que esa gigantesca ciudad es uno de los lugares más seguros del mundo. Recuerdo una ocasión en que nos quedamos allí a comer con mis editores antes de seguir nuestro viaje al interior del país. Todas nuestras maletas estaban a la vista, en el asiento trasero del coche. Dije que aquello era muy peligroso, convencido como estaba de que alguien pasaría, lo vería, y desaparecería con nuestras ropas, documentos, etc. Mi editor sonrió y dijo que no me preocupase, que en su vida había oído de un caso semejante (y en efecto, a nuestras maletas no les pasó nada, aunque yo estuve tenso toda la comida).
Pero volvamos al muerto en pijama: no había signos de violencia ni nada que se le pareciera. Un oficial de la Policía Metropolitana, en una entrevista a un periódico, afirmaba que casi con toda seguridad, había muerto de un repentino ataque al corazón. Por lo tanto, descartamos también la hipótesis del homicidio.
El cadáver había sido descubierto por unos empleados de una empresa de construcción, en la segunda planta de un edificio de viviendas que estaba a punto de ser demolido. Todo nos lleva a pensar que, ante la imposibilidad de encontrar un lugar para vivir en una de las ciudades más densamente pobladas y más caras del mundo, nuestro muerto en pijama había decidido instalarse donde no tenía que pagar alquiler.
Y entonces llega la parte trágica de la historia: nuestro muerto era apenas un esqueleto en pijama. A su lado, había un periódico abierto, con fecha del 20 de febrero de 1984. Sobre una mesa, el calendario indicaba el mismo día.
O sea: llevaba allí veinte años.
Y nadie lo había echado en falta.
El hombre fue identificado como un antiguo trabajador de la compañía que había construido el edificio de viviendas, adonde se mudó al principio de los años 80, poco después de divorciarse. Tenía poco más de cincuenta años el día que, mientras leía el periódico, dejó de repente este mundo.
Su ex-mujer nunca lo buscó. Fueron a la empresa donde él había trabajado y descubrieron que, una vez concluida la obra, se había declarado en bancarrota, ya que no consiguieron vender ni un piso. Por lo tanto, no les extrañó que el hombre no apareciera para sus actividades diarias. Buscaron a sus amigos, que habían achacado su desaparición al hecho de haber pedido prestado dinero y no tener con qué devolverlo.
La noticia termina diciendo que los restos mortales fueron entregados a su ex-esposa. Terminé de leer el artículo, y me puse a pensar en esta frase final: la ex-esposa todavía estaba viva, y aun así, en veinte años jamás se había intentado poner en contacto con su ex-marido. ¿Qué habrá pasado por su cabeza? Que él ya no la quería, que había decidido apartarla por siempre de su vida. Que había encontrado otra mujer y había desaparecido sin dejar ni rastro. Que la vida es así, que una vez concluidos los trámites de divorcio, no tiene ningún sentido continuar con una relación que, legalmente, ya se había terminado. Imagino lo que habrá sentido al saber el destino del hombre con quien había compartido gran parte de su vida.
Y luego pensé en el muerto en pijama, en su absoluta soledad, su soledad abismal, hasta el punto de que, en veinte años, nadie en este mundo se había dado cuenta de que había desaparecido. Y llego a la conclusión de, peor que sentir hambre, que sentir sed, que estar sin empleo, sufriendo por amor, desesperado por una derrota, peor que todo eso es sentir que nadie, absolutamente nadie en este mundo se interesa por nosotros.
En este momento, elevemos una oración silenciosa por ese hombre, y agradezcámosle que nos haya hecho reflexionar sobre la importancia de nuestros amigos.

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